Vén de celebrarse en Davos (Alpes Suizos), entre 20 e o 24 de xaneiro, a reunión do Foro Económico Mundial, baixo o lema “Colaboración para a Era Intelixente”. Alí o Presidente do Goberno, Pedro Sánchez, pronunciou un potente discurso apelando á necesidade de regular as redes sociais para preservar a democracia. O discurso está publicado no último número de El Socialista (nº 262, 24 xaneiro 2025) e reproducímolo aquí polo seu interese.
Señoras y señores,
Buenas tardes y gracias por estar aquí.
Inicialmente, tenía pensado utilizar este discurso para resaltar el destacado desempeño económico, social y ambiental de mi país. En los últimos años, España ha pasado a ser no solo una de las economías de más rápido crecimiento y creadoras de empleo en el occidente, sino también uno de los países que más ha reducido la desigualdad y las emisiones de gases de efecto invernadero.
Nos estamos convirtiendo en la prueba de que la socialdemocracia realmente funciona. Que una nación puede ganar competitividad mientras fomenta la justicia social, protege la naturaleza y apoya un orden global basado en la apertura y el multilateralismo. Tenemos los resultados, los hechos duros para demostrarlo. Mientras aquellos que defienden el modelo opuesto no tienen nada. Solo palabras y promesas envueltas en medidas radicales que nos condujeron al caos en el pasado, y lo harán de nuevo si no actuamos.
Por eso he decidido cambiar el tema de mi discurso y hablarles sobre una de las principales herramientas que se están utilizando para sembrar ese caos: las redes sociales. O, como podríamos llamarlas: la mayor estafa tecnológica de nuestro siglo.
A principios de los 2000, las redes sociales comenzaron a prosperar bajo una promesa. Sus fundadores nos dijeron que unirían a las personas y fortalecerían nuestras democracias. Con nuevas ideas. Con más pluralismo. Con una mayor responsabilidad hacia los poderosos.
Y sobre esa promesa, todos nos unimos. Instituciones públicas, empresas y la gente… alrededor de cinco mil millones de usuarios. Es decir, más del 60% de la población mundial.
En los años siguientes, parte de esa promesa fundacional se cumplió. Al menos, por un tiempo. Las redes sociales cambiaron la forma en que trabajamos, nos informamos e interactuamos entre nosotros. Construyeron puentes entre personas con ideas afines que estaban físicamente distantes. Y ampliaron el alcance del debate público al permitir que los ciudadanos compartieran sus puntos de vista más allá de las limitaciones de los gobiernos y los medios tradicionales. Movimientos por la justicia y el cambio como #MeToo, Fridays for Future o la Primavera Árabe no habrían sido posibles sin ellas.
Pero con todos esos avances también llegaron grandes inconvenientes, ocultos en las entrañas de los algoritmos, como invasores camuflados en el vientre de un caballo de Troya.
No nos dimos cuenta entonces. Pero lo hacemos ahora. Ahora sabemos que la conectividad fluida y gratuita que ofrecían las redes sociales también vino acompañada de ciberacoso, discursos de odio, delitos sexuales, violaciones de privacidad y un terrible aumento de la ansiedad, la violencia y la soledad.
Ahora sabemos que todos esos discursos sobre unir a la humanidad y “dar poder al pueblo” solo eran carnada. Estas plataformas no están diseñadas para hacer un mundo mejor. Están diseñadas para generar ganancias. Para hacer más ricos a los ricos y para que los poderosos sigan sin rendir cuentas, incluso a costa de nuestra cohesión social, nuestra salud mental y nuestras democracias.
Así que, abramos los ojos. La investigación académica y las señales políticas están ahí para quien quiera verlas: las grandes redes sociales están perjudicando el orden liberal y el sistema democrático en al menos tres formas poderosas que no podemos seguir ignorando.
Primero, las redes sociales están simplificando y polarizando en exceso el debate público. Doscientos ochenta caracteres o un video de 30 segundos no son suficientes para explicar casi nada importante. La migración del debate político de las instituciones, los periódicos y los cafés a las redes sociales está haciendo que sustituimos el rigor por la inmediatez, y la complejidad por la brevedad. Nos está impidiendo explicar las cosas correctamente, reconocer que las decisiones a menudo implican sacrificios y mantener conversaciones sustantivas con aquellos que piensan de manera diferente. En su lugar, nos está haciendo centrarnos en crear eslóganes para ganar “likes” y compartir nuestras propias cámaras de eco. Y esto, a su vez, nos está transformando en una sociedad cada vez más dividida y fácil de manipular.
Tal deriva no es el resultado del azar. Por el contrario, está profundamente conectada con la segunda forma en que las redes sociales están erosionando nuestras democracias: fomentando la desinformación. Todos los días, nuestros feeds y muros se llenan de imágenes alteradas, datos erróneos y noticias falsas que distorsionan nuestra percepción de la realidad. Noticias falsas que hicieron que muchas personas creyeran que el virus del COVID-19 no existía, que las minorías étnicas y culturales que viven en nuestros países son la fuente de todos nuestros problemas, que el Estado es una estafa que trabaja en contra de los intereses de los ciudadanos.
Cada día consumimos millones de noticias falsas que son un 70% más propensas a ser compartidas que las reales. Y los propietarios de las grandes empresas de redes sociales han elegido no detener esto. No porque sea difícil o porque hayan leído a Derrida.
Sino porque es bueno para el negocio. Porque genera más clics y anunciantes. Y porque ayuda a avanzar su agenda política.
Esta es la tercera y más terrible forma en que las redes sociales están dañando nuestras democracias: convirtiéndose en herramientas para reemplazar votos por “likes”. Nos dijeron que estas plataformas ayudarían a nivelar el campo de juego. Pero, en cambio, lo han hecho aún más injusto.
Los datos sugieren que alrededor de un tercio de los perfiles en redes sociales son en realidad bots, y que generan casi la mitad de todo el tráfico en internet. Las búsquedas están completamente sesgadas por los servicios de publicidad y trucos para aumentar su alcance. Y los algoritmos de los feeds, lejos de promover la equidad, están diseñados para ocultar ciertos puntos de vista políticos y fomentar otros.
Lo que se suponía que era un espacio para el debate constructivo y el intercambio libre de ideas se ha convertido en un campo de batalla amañado lleno de manipulación, censura y falsedad.
Y seamos claros: esto no ha sucedido por error. Fue diseñado. Fue planeado y llevado a cabo de manera sistemática. Por potencias extranjeras, como Rusia, que quieren debilitar nuestras instituciones y alterar nuestros procesos democráticos. Por fuerzas políticas antisistema que quieren llevar el caos a nuestras sociedades y usarlo para apoderarse del poder, como lo hicieron los fascistas en el pasado.
Y por los propios dueños de las grandes redes sociales. Un pequeño grupo de tecnobillonarios que ya no se conforman con tener casi todo el poder económico: ahora también quieren el poder político. Quieren decidir nuestras leyes y nuestras vidas. Quieren controlar no solo lo que compartimos y vemos, sino también lo que pensamos y hacemos.
Y ni siquiera ocultan este objetivo. Peter Thiel, cofundador de PayPal y uno de sus ideólogos más importantes, admitió abiertamente en una entrevista que los tecnobillonarios quieren derrocar la democracia porque –y cito– “han dejado de creer que la libertad y la democracia son compatibles”.
Y deberíamos preguntarnos, ¿la “libertad” de quién exactamente? Porque la democracia no solo es compatible con la libertad del pueblo; es la condición necesaria para ello. Lo que realmente limita a la democracia es el poder de las élites. Es el poder de aquellos que piensan que, porque son ricos, están por encima de la ley y pueden hacer lo que quieran. Por eso los tecnobillonarios quieren derrocarla.
Esta, señoras y señores, es la verdad y la terrible amenaza que enfrentamos. La tecnología que se suponía que nos liberaría se ha convertido en la herramienta de nuestra propia opresión. Las redes sociales que se suponía que traían unidad, claridad y democracia, han traído división, mentiras y una agenda reaccionaria. Y han terminado en manos de un reducido grupo de hombres –y solo hombres– cuya riqueza combinada triplica el presupuesto total de la UE.
En este contexto, muchas figuras públicas y medios de comunicación han optado por rendirse y abandonar estas plataformas sociales. Una decisión que, por supuesto, entiendo y respeto completamente. De hecho, yo mismo he considerado hacer lo mismo. Porque, sinceramente, mi vida sería mucho más fácil.
Sin embargo, también creo que las redes sociales han trascendido lo que fueron. Creo que son demasiado importantes –especialmente para las generaciones más jóvenes – para seguir considerándolas simples negocios, propiedad de alguien que puede gestionarlas a su antojo. Creo que las redes sociales son ahora un recurso común para la humanidad. Como los océanos. Y deben ser protegidas y gestionadas en consecuencia.
Porque, en mi opinión, la promesa original sobre la cual se construyeron las redes sociales aún es posible. Si corregimos los muchos errores y hacemos las cosas bien, aún podemos convertir estas plataformas en un espacio de diálogo, participación y libertad para mejorar nuestras sociedades y fortalecer nuestras democracias. El hecho de que tantas personas las estén usando para eso, es prueba de ello.
Pero para lograrlo, necesitamos actuar rápida y decisivamente. Necesitamos crear un frente común que una a todos los que creen en la democracia –independientemente de su ideología política– y tomar medidas audaces para enfrentar esta amenaza audaz.
Hoy, me gustaría avanzar tres ideas. Tres medidas que propondré a todos los líderes europeos en la próxima reunión formal del Consejo que tendrá lugar en Bruselas.
Primero, propongo poner fin al anonimato en las redes sociales. En nuestros países, nadie puede caminar por la calle con una máscara en la cara, o conducir un coche sin matrícula. Nadie puede enviar paquetes sin mostrar una identificación, o comprar un arma de caza sin dar su nombre. Y, sin embargo, estamos permitiendo que las personas circulen libremente por las redes sociales sin vincular sus perfiles a una identidad real. Esto está allanando el camino para la desinformación, los discursos de odio y el ciberacoso. Porque está facilitando el uso de bots, y está permitiendo que las personas actúen sin rendir cuentas por sus acciones.
Tal anomalía no puede continuar. En una democracia, los ciudadanos tienen derecho a la privacidad, no al anonimato o a la impunidad. Porque con esos dos, la convivencia social sería imposible. Por eso creo que debemos impulsar el principio de pseudonimia como el elemento de funcionamiento de las redes sociales, y obligar a todas estas plataformas a vincular cada cuenta de usuario a una billetera de Identidad Digital Europea. De esta manera, los ciudadanos podrían usar apodos si lo desean, pero en caso de cometer un delito, las autoridades públicas podrían conectar esos apodos con personas reales y responsabilizarlas. Porque la responsabilidad no es un obstáculo para la libertad de expresión; es un complemento esencial de ella.
Un usuario de redes sociales, una identidad real. Esta es la única manera de garantizar realmente que los menores no accedan a contenido inapropiado, que las personas que cometen delitos sean prohibidas o procesadas en las redes sociales, y que se eliminen los millones de perfiles falsos que existen e influyen en la conversación pública.
Mi segunda propuesta es abrir de una vez por todas la caja negra de los algoritmos de las redes sociales. Los valores de la Unión Europea no están a la venta. Salvaguardias como la moderación de contenido y la verificación de hechos son requisitos legales y morales que deben cumplir todos.
Por eso creo que debemos hacer cumplir completamente la Ley de Servicios Digitales, dejándoles claro a las grandes empresas que sus disposiciones no son negociables, y fortaleciendo las sanciones para quienes no cumplan. De la misma forma, creo que también debemos reforzar las capacidades y competencias del Centro Europeo para la Transparencia Algorítmica, para que pueda inspeccionar el funcionamiento de las redes sociales sin limitaciones. Y crear un financiamiento especial para convertir este asunto en una de las principales prioridades de investigación de la UE. Debemos poner nuestras mentes más brillantes a trabajar en esto. Así como los enemigos de la democracia están haciendo.
Por supuesto, no tiene sentido responsabilizar a los usuarios y empleados de las redes sociales si sus propietarios no lo están. Especialmente teniendo en cuenta que son algunas de las personas más ricas y poderosas del mundo. Y que la multa más grande jamás impuesta por la Comisión Europea a una empresa tecnológica fue igual al 0.6% de sus ganancias anuales. O, dicho de otra manera, a lo que esa empresa gana en menos de un día.
Por eso mi tercera y última propuesta es que nos aseguremos de que los CEO de las redes sociales sean responsables personalmente por el incumplimiento de las leyes y normas en sus plataformas, tal como sucede en otros sectores. El dueño de un pequeño restaurante es responsable si su comida envenena a los clientes. Los magnates de las redes sociales deberían ser responsables si sus algoritmos envenenan nuestra sociedad.
En resumen, señoras y señores, lo que propongo es que tomemos la lucha. Que enfrentemos esta amenaza de frente. Porque nuestra capacidad para hacerlo probablemente determinará la salud, la seguridad y la libertad de nuestros hijos y las generaciones venideras.
Recuperemos el control. Devolvamos a las plataformas digitales su propósito original y transformémoslas en espacios seguros y justos para la conversación. Y detengamos a aquellos que quieren convertirlas en un arma para desmantelar nuestras democracias. En pocas palabras, hagamos que las redes sociales sean grandes nuevamente.
Sé que no será fácil. Lo sé. Todos estamos asustados. Porque las personas contra las que nos enfrentamos son extremadamente poderosas. Tienen recursos financieros y tecnológicos casi ilimitados, y aliados muy peligrosos. Y juegan sucio porque no siguen nuestras reglas morales y viven en un mundo sin consecuencias.
Pero sé que podemos ganar esta batalla. Porque tenemos razón. Porque somos más. Y porque ya lo hemos hecho antes.
Muchas gracias.